No se puede decir que faltara imaginación al acontecimiento. Ni que tan bello entorno de retorcidos olivos y vieja Ermita, pudiera restarle hermosura a unos novios en ceremonia de boda. Delante de un altar improvisado bajo el arco de la puerta del lugar santo, lucía esplendorosa el vestido blanco en el cuerpo esbelto de la novia, contrastando con el traje negro del novio. Sacerdote oficiante, padrinos, fotógrafos y público asistente, sentados bajo la sombra de los olivos aquella tarde de finales del mes de agosto. Sonaban los acordes de la música del momento, retumba el eco del ¡SI, QUIERO! y el ¡YO OS DECLARO MARIDO Y MUJER!…del oficiante. En ese momento besaba el sol la tierra de los barbechos y se colaba hasta el lugar de la ceremonia, y no faltaron algunos pájaros que con sus cantos parecía que quisieran testimoniar su felicitación por el feliz enlace. Todo muy rústico, pero muy hermoso, a un tiempo. Fue una boda de película, como diría mi amigo Alejandro. Pantalla de televisión mostraban fotos de los novios en otros tiempos. Y se les recibió con música y fuegos artificiales en la explanada de un impresionante, bien restaurado e iluminado Castillo, donde tuvo lugar el banquete. Banquete de reyes. Degustación de excelentes vinos, jamón, embutidos, quesos y toda clase de exquisiteces. Para finalizar, ya de madrugada, con champán y tarta nupcial.
Fui testigo de excepción en la boda de la hija de un pariente muy cercano. Se celebró lejos de nuestra localidad, por lo que fuimos hospedados en un hotel de muchas estrellas. Fui, con toda mi familia, un invitado especial. Sin embargo, un narrado más bien flojo para tan gran acontecimiento.





