martes, 29 de septiembre de 2009

EMIGRACIÓN



En aquellos años me impliqué a fondo en el tema de la emigración. Participé desde muchos campos. La verdad era algo que, directamente o indirectamente, a todos nos afectaba. Unos emigrando, otros trabajando para la emigración y otros beneficiándose o perjudicándose de la misma, el perjuicio fue, que duda cabe, humano, principalmente, por la separación de las familias. Empecé luchando en contra del analfabetismo, para que la familia que quedaba aquí pudiera comunicarse por cartas con sus parientes trabajadores en el extranjero. Fue una lucha contra reloj. Organicé clases en las que enseñaba lo necesario para leer y escribir cartas, siendo, casi siempre, el libro de texto la carta recibida del hijo, el novio, el hermano o el marido. Pongo, a modo de ejemplo, el caso de una mujer, que de ser analfabeta total, en poco más de un mes pasó a leer o escribir las cartas a su marido, trabajador en Alemania. La necesidad y la voluntad obraban el milagro. Otra de las actividades que desarrollé fue la gestión de todo tipo de documentos relacionados con la emigración. Muchos trabajadores iban a la aventura, como turistas invitados por, reales o inventados, parientes o amigos. Conseguir un pasaporte no era tarea fácil, pues había que demostrar muchas cosas: que no tenía antecedentes panales, que a juicio de la Guardia Civil o la Policía, eras buena persona, que tenías una cartilla en el banco con dinero suficiente para viajes y estancia en el país elegido, y otro montón de papeles, algunos nada importantes, pero motivo para que no te dieran el pasaporte. Tuve que hacer algunas trampas para obtener papeles, maquillar algún certificado de empresa, abrir cartillas con dinero suficiente para pasar el trámite, era un dinero mío, que destinaba para esas cuestiones. También, en casos extremos, presté dinero para viajes. Jamás tuve problema, nunca tuve que reclamar nada, todo el dinero me era devuelto. Por mis servicios nunca cobré nada, pero cuando venían de vacaciones me traían algún regalo, algún libro de esos que estaban prohibidos en España. Todo lo hice por mi gente, por mis parientes, por mis amigos, por mis vecinos, en resumen, por mi tierra.
En el año 1965, viajé en tren de Madrid a Hendaya, y de Hendaya a Ginebra, y pude comprobar por mi mismo en que condiciones viajaban nuestros trabajadores al extranjero. Amontonados, masificados, de pie o tirados por los pasillos. El tren Francés no era mucho mejor que el Español, además del escaso especio, la noche fue muy fría, y muchos de aquellos viajeros combatían el frío, el miedo y las penas, con coñac. Siempre recuerdo, todavía con pena, un emigrante sentado en un banco de la estación de Ginebra, con la cabeza entre las manos llorando como un niño. Me contó que lo habían rechazado en el reconocimiento médico, que les hacían allí mismo, en la estación, porque se le había ido la mano con el coñac. Imaginé muchas cosas, y quise ser solidario con él, le ayudé lo que puede, pero tuve que seguir mi camino y dejarlo sólo con su drama.
Frente a lo negativo de la emigración estaba lo mucho positivo, la cantidad de personas que con el dinero ganado en el extranjero pudieron instalarse en sus pueblos o ciudades, montando negocios, comprando tierras y viviendas, o sencillamente, aplicando aquí los conocimientos adquiridos fuera. Y aprendieron que el trabajo tiene derechos, que había que implicarse en la lucha social y en la libertad sindical, y con los que retornaban empezaron a llegar ideas nuevas, que a pesar de la mucha vigilancia del sistema, calara, poco a poco, en muchas capas de nuestra sociedad.

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